Deseo aclarar ante todo —para tranquilidad de mis lectores— que en ningún momento pretendo en este artículo arrastrarlos a la áspera cuesta de las definiciones. Nada más lejos de mi intención que el ensayo filosófico o la interpretación sociológica, venerables disciplinas cuya profundidad siempre me produce vértigo. Quizás sea el vértigo que sentimos ante lo desconocido, ante lo que escapa a nuestras posibilidades de captación.

Lo único que puedo prometer es intentar situarme en un ángulo objetivo. Trataré, pues, de ser lo más imparcial posible. Nada se pierde con intentarlo. Tal vez no lo consiga y esto no quede sino como una buena intención, una de esas buenas intenciones que empiedran el camino del infierno. No es fácil empresa el salirse de sí mismo. Y así, en mi condición de argentino que se refiere a sus compatriotas, a sí mismo, en una publicación de otro país, no sé hasta qué punto podré despojar a mis palabras de la impresionable subjetividad y elevarlas a la helada región de las afirmaciones impersonales. No sé incluso hasta que punto desearía hacerlo, en caso de que pudiera.